Sujetos de secretos

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Habían quedado en juntarse a la hora señalada en un café de plena Avenida Corrientes, el núcleo del centro porteño. El primero de los dos miró el reloj y apuró el paso, sabiendo que las calles se amontonan en el momento que la campana de la catedral metropolitana hace sonar las seis y los esclavos de la rutina de oficina salen disparados hacia la libertad. Eran sólo un par de cuadras, pero el aglomeración de gente hacía el tránsito lento, incluso para los peatones.

 

Ya en el bar, el segundo desbloqueaba su teléfono celular cada centésima de segundo, convenciéndose de que la impuntualidad era un hecho consumado. No le molestó, nunca le molestaba nada, y además era una buena excusa para seguir ensayando las respuestas que se iban a disparar, cual contraataque, en pleno apogeo defensivo. Nunca entendió por qué debía hacerlo, pues al final de cuentas ambos estaban para ayudarse y no para destriparse los unos a los otros.

 

Casi corriendo, el primero irrumpió en el salón principal y con una simple vista, ubicó al segundo individuo. Sentado, sólo, con la cabeza gacha y signos de interrogación dibujándose en el contorno de su cabeza, como si se tratara de una caricatura. El sujeto número uno, el más seguro de todos, sabía que no iba a recibir reproche por la tardanza. El otro, el dos, el más inseguro, no sabía si iba a convenir en un reproche. Los dos levantaron la mano e inmediatamente se lanzaron sobre las sillas a charlar, sin si quiera pegarle una ojeada al menú.  “¿Cómo estás?”, preguntó el hombre aletargado para romper el hielo e instalarse en el debate maratónico que se avecinaba. “Mal”, le contestó el otro y comenzó el monólogo.

 

Hacía tiempo que venían postergando un encuentro para, falsamente, ponerse al día. Siempre se inventaban excusas con el mero objetivo de zafar, pero llegó un punto dónde la alevosía de las mentiras catapultó el cónclave. Seamos honestos, por más amigos que sean, los hombres no se juntan a hablar de sus enamoradas, de amores no correspondidos o de corazones partidos. Es exponer, innecesariamente, el vigor masculino, la hombría. Ceder el poder y el respeto.

 

Sin embargo, los egos y el género quedaron a un lado, por esta vez. Cuando los ánimos están por el piso y la moral se convierte en un bollito de papel, con el cuál jugás a embocar en el cesto de basura, los carteles en la ruta, todos ellos, marcan que tocaste fondo. Sin la ayuda de una grúa, imposible levantarse y si hay algo que funciona de tal manera, son los compañeros de vida, por más cagadas a pedos que sus bocas esbocen.

 

El segundo de los dos venía remando hace tiempo con un problema, muy menor, digno de la inmadurez y el desconocimiento del hombre ante estos temas. Tras los pasos de una chica, su chica, sin poder encontrarle la vuelta, insistía en ella. La pobre no le daba ni un poco de bola y hasta es posible que nunca fuera a hacerlo, pero la realidad es que nadie estaba en conocimiento de si, la señorita en cuestión, estaba al tanto de las intenciones del caballero. No estaba seguro sobre el origen de su inseguridad, tampoco. Si  radicaba en un pasado de amoríos truncos o si solamente era un parte de él, como sus ojos y sus cicatrices, las visibles y las invisibles.

 

El primero estaba ahí sentando por la fama y el expediente ganador en esos aspectos de la vida. Relaciones que no llegaron a ser fructuosas, únicamente,  porque él así lo quiso y porque semejante galán no necesitaba atarse a nadie, o al menos no quería hacerlo. La premisa era clara, la orden no podía ejecutarse de otra manera. Fiel a su estilo recomendó seguir otro camino: “después de todo, hay mil millones de minas y no sabes lo que te estás perdiendo. No vale la pena tanto ‘espamento’ por una sola. Te apuesto un asado a que si te abrís, vas a encontrar a alguien mucho mejor. Pero un asado de los completitos, ehh”.

 

Para no perder por goleada y dejar de sacar la pelota del arco, ante semejante corrida, el segundo se paró y asintió negando: “No te apuesto nada porque tenés razón. Tengo que dejar de joderme con esta mina ¿Quién se cree que es?”. Casi que lo gritó anoticiando al país porque, si había algo que este pibe no sabía, era hablar bajo. El primero creyó haber sentido como el resto de los presentes en el lugar se callaron para empaparse de semejante historia y ahí fue donde decidió ponerle final a algo tan improductivo como aquél encuentro.

 

Pagaron lo poco que consumieron, con cambio, y halagaron el servicio con una exagerada propina. Quizás esto se haya debido a la vergüenza en la que se sintieron empapados, cuando el debate tomó forma de griterío, por un lado, o de tristeza a nivel funeral, por el otro. Se dirigieron hacia la jungla de concreto, brillante bajo las luces artificiales, y divisaron como la lluvia agarró por sorpresa a muchos. Entre los tantos, ellos también fueron víctimas de las constantes fallas del servicio meteorológico.

 

Esperaron por un Taxi en completo silencio, sin esgrimir palabra alguna. Había ruido suficiente como para no tener que llenar el ambiente con palabras sin sentido. El primer auto que llegó correspondía al primero. Ante la vista del mismo, tiró la colilla de cigarrillo en la vereda y deslizó por lo bajo: “Mirá, hay miles de chicas que pueden ser tu novia en un futuro. Por atarte a algo que solamente crees, te estás perdiendo lo que puede llegar a ser real… te estás perdiendo de todo lo demás”. Pensante, el sujeto número dos lo acompañó al auto y le cerró la puerta para poder emprender viaje. A medida que el chofer se alejaba, sin chance de ser escuchado, el inseguro estuvo seguro de algo por primera vez en su vida, tan seguro que lo quiso decir a pesar de la certeza de que nadie lo iba a escuchar: “Yo no quiero una novia,  la quiero a ella”.

~ por Federico J. Vera en 11 abril, 2016.

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