La maldición

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Las horas no parecían consumirse y la noche pretendía inmortalizarse eterna, de esas que no se pasan nunca. El sueño se perdió en el camino y el sol viene con retraso, pero el presente se congela más de lo habitual. Me levanté a la fuerza y con paso cansino me dirigí hacia la gaveta, ubicada en el sector superior izquierdo de la cocina. Entre la interminable colección de tazas con los escudos de los equipos de fútbol busqué particularmente una en especial, la de Belgrano de Córdoba. La llené lo más que pude, evitando derramar aunque sea una sola gota de ese café humeante y hervido, con más gusto a agua que otra cosa. No fue tarea sencilla, entre los nervios y la mala gana que traía consigo la madrugada, tenía el pulso de un electrocardiógrafo en situación de peligro. Con apuro, si bien no tenía idea de cuál era la razón, agarré el pocillo y me dirigí al cuarto.

Una vez en mi cucha, así llamaba mi mamá a las cuatro paredes que ocultaban mi cama y un sinnúmero de posters o papeles que significaban un pasaje directo a las entrañas del mundo Racing, apoyé la bebida en el piso y me hundí entre las sábanas. Poco me importó que la taza estuviera sucia, del uso de los días pasados. Estaba oscuro y, si de verdad lo llegué a notar, mi subconsciente los escondió en el olvido. Ya no sabía si servía o si era una práctica que desde hacía varios años realizaba, casi religiosamente, si bien los resultados no le daban sentido alguno. Aunque en ese último torneo habíamos empatado, más de lo que habíamos perdido, allí estaban algunos de esos recipientes, a los cuales ya les veía caras, y todos me señalaban riéndose. Colón, Boca, Rosario Central y San Martín de San Juan (¡Sí, ese mismo!), entre una  larga lista del clásico “tantos otros”…

 

Aquella cábala consistía en elegir al rival del turno, llenarlo de la bebida adictiva, sin alcohol, por excelencia en el mundo y beberla durante las infinitas noches en las que sabía que el verbo dormir era una mala palabra.  Ni una gota podía quedar viva, sin importar que fuera inminente el sueño, era como una especie de conjuro inverosímil: la cafeína se quedaba en mi cuerpo y simbolizaba la pérdida de energía de los terceros, de una manera espiritual, o así lo inventé yo. Al menos, en algún momento de mi vida me lo creí.

 

No recuerdo bien el origen, pero estoy seguro que comenzó en alguna de esas rachas inconfundiblemente ‘derroteras’ que se cortaron ante el rival menos esperado. O hasta incluso es posible que haya sido en un clásico en el cual una victoria, sería posible únicamente con una peste que aqueje a todos los contrarios o la declaración de alguna especie de huelga de la época, esas que sonaba en todas las radios, se reflejaban en cada televisor o se leían en un sinfín de diarios.

 

No recuerdo otro sábado que no haya preferido salir con amigos, empaparme en la rebeldía juvenil de humedecer, prematuramente, mis labios en Fernet y apartar mi mente de la realidad, pero ahí estaba, tirado en la cama y con un miedo terrible de pestañar, si quiera. No era solamente el café que no me dejaba dormir, tampoco el insomnio producto de las inquietudes del partido. Cada vez que se cerraban mis ojos, en mis oídos retumbaba el infortunio. La mufa que se descargaba en los CLANK de cada pelota en el poste, o el triple UHHH, acompañado de insultos, en esa jugada que gritamos “gol” tres veces, pero que el marcador nunca se reflejó porque la pelota no alcanzó a cruzar la línea.

 

Es cierto que el tanto del Colorado Sava ya me había dejado sin voz para el final del juego, pero ese despeje erróneo que se pegó al jugador del conjunto cordobés, casi como un imán, me ahogó en un llanto desconsolado envuelto en la en la fatídica idea de que alguien, sin saber si era humano o divino, nos quería ver jugar la B Nacional. Así lo aseveré, así me lo creí por unos segundos hasta que volvieron los rezos, la esperanza y la taza de café que había prometido no utilizar nunca más, ese mismo sábado, en el negro opaco alrededor de la luna.

 

Lo siguiente que recuerdo es la mañana. Entre un largo viaje de trenes y colectivos, a las corridas me deslicé desde constitución hasta la Avenida Montes de Oca, no sabía si esa calle tenía aquel título de nobleza o no, pero para mí siempre fue gigante, casi tan grande como la autopista. Allí, a mitad de cuadra toqué el timbre del octavo piso y de la mano de mi abuelo no me solté nunca más, ni en el taxi, ni ante el impactante avistamiento del Coliseo, ya visible desde la calle Italia. En ese entonces, poco le quedaba de celeste. En una analogía de la época gloriosa del club, el paisaje era más digno de una foto en blanco y negro que una de colores vivos.

 

No había razón para llegar tan temprano a la cancha, no jugaba la reserva ni se anunciaba atractivo alguno. Sin embargo, es entendible que un hombre mayor que hacía tiempo no pisaba lo que para él era tierra santa necesitaba asegurarse de ciertos rituales. Todo empezó con un camino alternativo y la preferencia de evitar el Puente Pueyrredon. Luego, una caminata entre una multitud de camisetas celestes, poco parecidas a las que solíamos usar. Nada importó que sea la entrada visitante. Hubo tiempo de degustar esos manjares que se ofrecen a orillas del estadio, chorreados de grasa y condimentos rancios, y hasta casi que se convirtió en un tour guiado para los nietos que poco frecuentaban esos pagos.

 

Lentamente, fuimos tomando lugar al igual que todo el resto. Poco a poco, minuto a minuto, disfrutando como si en el fondo supiéramos que sería la última vez. Había más temor que confianza. Y cuando la camiseta negra se desplego en forma de táctica a lo largo de una parte del campo de juego, tristemente pensé que nos habíamos vestido de luto, sin quererlo. Los segundos duraban tanto que hasta ya no tenía la certeza de que las agujas del reloj se movieran, un pensamiento que se hizo frecuente hasta que Pezzotta se llevó al silbato a la boca y marcó el inicio del partido.

 

En cada uno de los resúmenes que encontramos hoy en día, se destaca la jugada de Gigli en el comienzo del encuentro. La defensa de La Academia quedó estancada por enésima vez en el campeonato y el delantero rival, que ya nos había frustrado en la ida, disparó abajo cruzado. Quiso meterla en donde el sentido popular dice que duermen las arañas, pero casi que terminó por despintar un palo ya maltrecho, de lo cerca que se fue la pelota. Fue la vuelta de las manos agarradas o de los besos a las cruces, ya no por la alerta de estar fuera de casa, si no por la necesidad de sentir la seguridad de que todo iba a estar bien.

 

Si bien mi abuelo estaba bien de salud, yo no sabía cuántas de las demás personas mayores, que había en el Cilindro, estaban capacitadas para someterse a semejante tortura. Esas capaces de poner el corazón al límite de esfuerzo y a la razón al borde de la locura. Si hubiera algún tipo de onomatopeya potente para un suspiro sentido por casi toda la Capital Federal (y alrededores), iría en esta oración, pero por lo pronto es retratable con el ‘UF’ de haber zafado una vez más.

 

Nada mejoró con el tiempo, en contrapartida de alguna frase romántica repetida en un centenar de libros de literatura, de amor o de poesía. Finalizaba la primera etapa, y sentía como mis pesadillas se volvían realidad. Directamente sacada de una película de terror, la pelota cruzó toda el área en forma de centro. El CLANK volvió a estallar en mis oídos, luego de un cabezazo que estrelló el travesaño y les dejó servido el empate. En este caso, ya no sé a qué conjuro culpar, pero entre promesas y palabras desesperadas, el esférico terminó por amoldarse al alambrado.

 

Entre el sufrimiento, se había dado una historia curiosa, en lo que fue, quizás, la mejor jugada elaborada de Racing en muchísimo tiempo. Pared entre Moralez y los compañeros, para dejar de ser el enano y disfrazarse de gigante ante la humanidad de Olave que salió desesperado a tapar, sin suerte, el disparo. El gol más importante de mi vida y no pude ni si quiera gritarlo. Nada que ver con el miedo, nada que ver con los nervios. El estruendo fue tan grande que por más que mi voz se dignifique a la mejor cantante de ópera, ni mi garganta sería capaz de escucharla. Escena típica de película muda, de aquellos tiempos cuando todo era mejor, incluso para Racing.

 

En el entretiempo, los estómagos no daban ni para un caramelo. Hacía frío así que la gente prefería alejarse de la gaseosa, por lo que el aliento fue lo único que evitó, a muchos, caer en la hipotermia. Se discutió, se sufrió y se habló sobre los primeros cuarenta y cinco, también sobre el resto del campeonato. Las voces se callaron y los aplausos cayeron desde el segundo anillo, casi como avalancha rosaron en la parte inferior del estadio y se apostaron sobre los jugadores que ya estaban ubicados para entregarse a otro rato de incertidumbre.

 

Durante el complemento, la imagen fue la misma, evolucionada en situaciones de peligro. Tanto, que la ciencia todavía está buscándole una explicación lógica al murmullo de la gente que aseguraba que “Dios es de Racing”. Suárez había armado lío en la defensa local, pero esta vez el de arriba se opuso a la frase de Francisco. Bustos quedó en solitario, de frente a un arco vació. De fondo, hasta se podía divisar las caras de la tribuna, tristeza, lágrimas, fatalidad. Todo el tiempo del mundo y la ilusión de poner suspenso a una fiesta que tenía, por cuenta y obra del destino, la voluntad de morir apagada. En este preciso instante, lo espiritual se volvió divino y la taza de café se volvió tan real que lo pude sentir en mi paladar, en mi olfato. Alguien, vaya a saber uno, quién, le metió un tackle al atacante ‘pirata’, como si fuera un rugbier de elite. El futbolista se tropezó y a gatas luchó insuficientemente contra una bola que rodó en cámara lenta hasta perderse por línea de fondo.

 

La mano con la cual sostuve a mi abuelo a lo largo de todo el día y con la cual él me sostuvo a mí, durante toda la vida, se fundió hasta convertirse en un abrazo. Escena que se asimiló a las mejores y más taquilleras películas de Hollywood, pero que mi ser deseó con todas las ganas que sea un momento único, irrepetible. De fondo, todo el repertorio de la parcialidad racinguista se sucedió tras un nuevo hit: “La promoción, la promoción, se fue a la p… que la parió”.

 

El fútbol es un juego y hasta parece mentira que nos reduzcamos a la imbecilidad de sufrirlo como si pasáramos por un enfermedad dolorosa o la muerte de un ser querido. También es desmedido pensar que un gol valga más que una alegría en la vida, pero sinceramente no le quiero pedir peras al olmo, ni a una persona normal que entienda lo que es la pasión. A todos los que tuvimos la suerte de estar dentro de una cancha, corriendo detrás de una pelota, festejando y lamentando. Los que soñamos con vestirnos de celeste y blanco para que unas sesenta mil almas coreen nuestro apellido, nuestro apodo. Es algo inexplicable y se me disparó como reflexión consecuente al mayor susto de mi vida. Es un deporte y es un juego, pero es el más lindo de todos.

 

Entre algarabía y gritos, dejé a mi abuelo en su casa. Me rehusé a volver recordando un momento histórico, en mi corta vida, sólo para mí, pero no hubo caso. Levanté la mirada y hasta sentí que el tren entero, vestido de Rojo, me miraba con envidia. Dejé de creer en la suerte y empecé a sentir que el destino es lo que uno quiere hacer de sí mismo. Llegué a mi casa ansioso, con el sabor a café que todavía me quemaba en la boca. Sentí el gusto de la libertad. A los tropiezos me  abalancé sobre la gaveta ubicada en el sector superior izquierdo de la cocina, la abrí y ahí estaba mi colección de tazas de equipos radiante, brillante, mirándome con la misma sonrisa de siempre. Mi cábala, mi maldición. Retrocedí sobre mis pasos y agarré una bolsa grande y negra, de esas que solemos usar en casa para la basura. Me volví a colgar de la mesada, de frente a mi debilidad más imprescindible. Sonrisa de oreja a oreja mediante, las agarré una tras otra, y las fui amontonando en la oscuridad del plástico. Poco me importaba el próximo partido, muchos menos soñaba con Cocca, con la vuelta de Milito, con Centurión. Sólo pensé que la promoción no había sido lo único que se fue a “la  pu.. que la parió”, bueno a ya saben bien a dónde.

Crédito de Foto: María Clara Méndez (Siganla en Instagram y en Twitter: clari_mendez)

~ por Federico J. Vera en 10 marzo, 2016.

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