El propósito

Aylan Kurdi

Un “¿Por qué no crees?” se disparó en el medio de la noche y, cómo una navaja, cortó el barullo tradicional de la cena. “Porque no”, contesté sabiendo que no iba a dejar contento a nadie. Es difícil hacerse de la atención de una mesa de diez personas, entre el humeante olor del pollo con arroz, la tele de fondo, los celulares en pleno auge y las conversaciones paralelas que inundan la casa con todo tipo de ruidos. Sin embargo, esta cuestión que vacila entre lo filosófico y lo teológico pareció, y lo terminé de confirmar después,  restarle importancia a todo lo demás, como si el mundo se hubiera detenido en ese debate, a punto de estallar, salpicando ideas vacías y poco claras.

Intenté ensayar una respuesta algo más inteligente y satisfactoria, sólo para pararme mejor ante los ataques que estaban terminando por tomar impulso. “¿Por qué si?”, retruqué con un par de reyes y un ancho falso, y empecé mi defensa.

Distintos acontecimientos, a lo largo de mi vida, me hicieron dudar de absolutamente todo. Algunos fueron buenos, otros todo lo contrario, pero la realidad es que desconfiaba de las religiones, de los dioses, de las personas, de los animales y hasta de mí mismo. Siempre respeté a los demás, ahora exigía que me respeten a mí.

En medio de una acalorada exposición de argumentos, caí en lo que resulta el peor lugar común de la defenestración de los Dioses y las Religiones: “Si de verdad existe, qué me dicen de las enfermedades, de las injusticias, de los pobres, de los niños”. Ya había escuchado, hace mucho tiempo atrás, la anécdota del cura, la pregunta al respecto y la falta de respuesta que mi hermana terminó por aceptar, antes que el chamuyo divino. Quizás, eso fue lo más coherente de todo lo que se escuchó en los últimos dos mil años.

Como si estuviera por perder a alguien, mi mamá explicó airadamente, a pesar de las pocas fuerzas, que todos en la vida tienen su propósito y que, una vez cumplido, ya pueden morir en paz. Nada de efecto tuvo en ninguno de los presentes. La charla terminó por consumirse como una vela en una larga noche de apagones y la luna le cedió el protagonismo al sol para empaparnos en otro día de crudeza.

La realidad es muy dura para aquellos que se pasan la oscuridad luchando contra el frío, mientras otros tantos corren del hambre. Del otro lado del mapa planisferio, casi retrocediendo a las épocas donde ir más allá en el océano significaba caer al abismo, hoy hay millones que escapan de la guerra. Cansados de sufrir los dolores ajenos y los propios, son capaces de enfrentar a la muerte con tal de que existiese la posibilidad de un pasar mejor, por más ínfima que resulte. De un plato de comida, de un abrigo, de tener expectativa de vida. Un lugar donde el sonido de los pájaros, reemplace al del martillo impactando una bala o donde un grito signifique una alegría y no un dolor.

Todos los días, zarpan un sin número de pseudo botes, tan grades como un colchón acotado, con cientos de personas arriba, tratando de hacer equilibrio. Desde África, desde el Medio Oriente, desde Cuba… todos con el mismo destino: Ese lugar mejor. Sin embargo, a nadie nunca le preocupó  sobre otras realidades, otras miserias, otras búsquedas de bienestar. Capaz que, alguna que otra vez, Francisco se encargó de marcarlo. Ahí no más lo vio, en las costas de Nigeria. Todos lo citan, todos los admiran, todos lo aman, pero nadie lo escucha, al parecer.

De un momento a otro, los diarios más grandes del mundo pagan fortunas por una foto. Por una vez, creo que el morbo estaba en el lugar indicado, haciendo lo correcto. Tirado, junto a la costa de Turquía, Aylan ya no respiraba. En una posición fetal, algo angelical, intentaba descansar en paz, tras el viaje más complicado de su vida. Lamenté que no haya sabido contar hasta diez, al menos para saber distraerse en el camino, largo, y corto a la vez, pero con un final seguro. Sólo me detuve en ese detalle, para no imaginar la poca explicación con la que se encontrarían sus queridos, o él mismo en esos momentos de confusión y desesperación.

Me vino a la cabeza el debate de aquella vez, sobre las injusticias, las enfermedades, las muertes y los niños. Sobre el propósito de su vida, al ver a sus familiares llorando con una tristeza que, desde mis zapatos, es casi imposible de entender.  No imagino ese dolor, solo me aflijo antes las imágenes y los sentimientos que se transmiten universalmente, quebrando las barreras idiomáticas. Lloran en Siria, y en tantos otros lugares. Lloran las madres, los padres, los hermanos, los primos. Lloramos todos juntos, si bien con algo de esperanza me pregunto si, donde quiera que esté, él sonríe.

Más que en mi casa, se dirimió sobre lo ético y lo moral de empapar a todo el globo con una fotografía tan dura. Quizás, de una vez por todas, quedaría plasmado el concepto de no morir en vano. Un mártir de verdad, el verdadero salvador de un pueblo. Me pregunto si podrá ser consciente, dentro de la inocencia de haberse inmortalizado como niño. Los interrogantes dan vueltas en mi cabeza y me siento a pensar en si de verdad morimos tristes, o si a caso por tal triunfo habrá aires de júbilo.

La polémica fue de tal magnitud que generó un alto impacto a través de todo el globo. Como quien no quiere la cosa, los países ricos de Europa acuerdan repartirse los inmigrantes para aliviar una crisis que todos (más ellos) provocamos día a día, una que parece no tener solución a la vista. Los dueños de las decisiones sonríen falsamente para las cámaras, las víctimas sonríen aliviadas. Los familiares lloran, él sonríe.

~ por Federico J. Vera en 8 septiembre, 2015.

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