Mucho mejor

Mucho Mejor 2Ruido estruendoso. Con lo que me queda de fuerzas, pongo un pie fuera de la cama e intento apagar ese dolor ensordecedor que se hace pasar por mi amigo y me ayuda a no llegar siempre tarde a todos lados. Uno, dos y hasta tres manotazos que hagan callar ese pitido infernal, como si él me estuviera haciendo un favor a mí. Con un tranco cansino, más que el del día anterior, emprendo ese viaje eterno hacia al baño. Sin abrir todavía los ojos y con la luz atentando contra mis rasgos achinados, los primeros reflejos se hacen notar en el espejo.

Ese soy yo. Me puedo ver mucho mejor, puedo estar mucho mejor. Lamentando la falta de ganas que le puse a los rutinarios entrenamientos de hace algunas horas atrás, abro la ducha, hirviendo como el mismísimo averno, para limpiar a puro vapor todo lo que odio, todo lo que me hace un perdedor. Como si el jabón quitara lo malo que hay en mi vida, la falla que resulta en todo lo que hago. Aún sin despertarme, sigo con lo de siempre: me visto en modo automático y salgo al mundo, sin desayunar, sin agarrar el diario, sin disfrutar… Culpable de la flojera de ayer.

La calle no es el mejor refugio para una persona atormentada. Las bocinas acosan, la gente atropella y el frío pellizca, una a una, toda parte del cuerpo, y si fuera verano, el calor haría lo mismo. La gente que se abarrota contra el colectivo, sin generosidad, sin alma, con apuro y poca solidaridad. En ese instante me lanzo a la conclusión de que siendo mejor podría tener un auto, y no depender de los horarios de una empresa pública a la que poco le importa el público. Pienso que con mi último modelo tendría los mismos disgustos, peleando contra taxistas y otros conductores, insultando, sea de quien sea la culpa. Me imagino que puedo manejar mejor, que puedo ser mejor.

En el trabajo me acuerdo el por qué de evitar el diario y la lectura de la mañana. Porque leo lo que escribo, leo lo que escriben los demás y me obligo a ser mejor. Necesito superarme. Por la misma razón por la que levanto la cabeza, concentro la mirada y en la televisión veo que están todos menos yo, porque no soy mejor. De ahí que me paso todo el día quejándome. Salgo de la oficina y, casi por espasmo, entre que me pasan a buscar, alcanza un solo movimiento para abrirme la puerta del auto y de un puñetazo apagar la radio. No quiero escuchar, no hay nada que escuchar, porque la vida es a cara de perro. Me ganó miradas de bronca, las devuelvo.

Con el día en el bolsillo, no hay tiempo para salir a correr ¿Qué sentido tiene si no me puedo desconectar, conectado a la música en los oídos, la que me recuerdan que nunca fui buen músico, buen cantante, bueno en nada? Tenía que ser mejor, para destacarme, para ser feliz. En la canchita de la esquina, donde todos dicen que se vieron un montón de chicos alegres tras una pelota, yo, con mirada seria, paso el partido como un trámite, sabiéndome mejor que nadie. El de las dos zurdas, el que no corre, el que tampoco defiende, el que ni siquiera es merecedor de ir al arco. Quisiera ser mejor, pero nunca me preocupé de chico, siempre lo tomé como algo para hacer más adelante. “Más adelante” llegó, pasó y se fue, mientras yo no me di cuenta o sí, pero no me importó. Ya ni sé si vale la pena mejorar.

Tras hacerme una ensalada de lechuga mal lavada, otra vez, echándome en cara mi poca predisposición para aprender sobre una cocina respetable, al menos, cuando tuve la oportunidad, la chance de ser mejor de lo que soy. El zapping en la tele, como obra del destino, me trae la imagen de un huevo siendo repartido, compartido, entre siete niños, ingenuos de la crueldad de vivir. Uno agarra la mitad, no por ser mejor, si no por rápido, por vivo, mientras otros tantos, con la felicidad que pueden, disfrutan lo que queda. Vi ese huevo, era el mismo en mi plato, cortado a mitad, casi como una revelación.

Pensé que nunca iba a ser mejor en nada de lo que hacía, porque nunca pensé en ser mejor persona. Era raro descubrir que ser el mejor no era certeza de un futuro auspicioso, pero sí de un mundo auspicioso. Entendí que tenemos que curarnos, porque no hay mal peor que nosotros mismos. No hay una enfermedad más letal que nuestro Alzheimer, ese que nos hace olvidar todo aprendizaje valioso, el que importa de verdad, el que es relevante para nuestro súmmum. Apoyé la cabeza en la almohada sabiendo que tenía la fórmula en mi poder, que mañana sería distinto.

Ruido estruendoso. Con lo que me queda de fuerzas, pongo un pie fuera de la cama e intento apagar ese ensordecedor que se hace pasar por mi amigo y me ayuda a no llegar siempre tarde a todos lados. Uno, dos y hasta tres manotazos que hagan callar ese pitido infernal, como si él me estuviera haciendo un favor a mí. Con un tranco cansino, más que el del día anterior, emprendo ese viaje eterno hacia al baño. Sin abrir todavía los ojos y con la luz atentando contra mis ojos achinados, los primeros reflejos se hacen notar en el espejo…

~ por Federico J. Vera en 3 julio, 2015.

Deja un comentario